La enorme trascendencia de lo sucedido en Afganistán en el último mes, supone para muchos el punto de partida de un nuevo orden internacional y una nueva geopolítica. La principal amenaza tiene que ver con el hermetismo informativo al que nos enfrentamos con los talibán en el poder, el avispero de grupos terroristas que empiezan a campar a sus anchas en el territorio y los países de la zona dispuestos a negociar con el diablo en pro de sus intereses económicos y estratégicos.
Desgraciadamente el foco informativo sobre Afganistán pasará a segundo o tercer plano en las próximas semanas, pero la vida de los afganos y afganas, así como las relaciones internacionales estarán condicionadas por nuevas reglas del juego a las que la comunidad internacional deberá hacer frente con rapidez sino quiere sufrir las consecuencias.
Antecedentes
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 supusieron el ascenso a gran escala del terrorismo yihadista, desestabilizando el tablero mundial controlado por el indiscutible liderazgo americano, que trajo el final de la Guerra Fría.
La caída de las Torres Gemelas significaron para muchos el triunfo de las teorías de Huntington y el Choque de Civilizaciones: oriente contra occidente, la civilización islámica contra la civilización occidental. George W. Bush, el entonces presidente de EEUU, daba un ultimátum a los talibán, que gobernaban Afganistán desde 1996, para que entregasen al líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden y dejasen de colaborar con los terroristas. La falta de respuesta de los fundamentalistas trajo consigo la invasión del país con el apoyo de los aliados de la OTAN.
Con campañas rápidas y agresivas y un enorme despliegue armamentístico, el enemigo talibán era cercado y derrotado en pocos meses. Los talibán huían a Pakistán o se refugiaban en Catar donde los gobiernos respectivos colaboran activamente con estos estudiantes–guerreros (talibán significante literalmente estudiante del islam en lengua pastún), extremistas religiosos nacionalistas que creen que la Sharía o ley islámica debe aplicarse en su versión más radical. En estos países los talibán esperaron pacientemente el giro de los acontecimientos.
Ya lo hicieron en 1996 tras la salida igualmente abrupta de los soviéticos después de 14 años de gobierno de ocupación. Los talibán entrenaban en Pakistán con apoyo de las monarquías árabes y consentimiento occidental. Y cuando llegaron al poder conocimos sus formas, mezcla de fanatismo religioso y vuelta al medievo, con castigos de otras épocas, sin posibilidad de acceso a radio, televisión o cualquier manifestación de ocio que pudiese apartar al hombre de la mezquita. Las mujeres, desde luego, fueron las peor paradas, encerradas en un mundo pequeño detrás del burka y supeditadas a la figura del varón.
Esto es lo que pasó y esto es lo que pasará. La detención y muerte de Bin Laden en 2011, escondido en Pakistán, durante la presidencia de Obama trajo a primer plano el planteamiento de la retirada de Estados Unidos, pactado finalmente durante el gobierno de Trump y ejectutado por Biden.
Desde ese momento y, en concreto, desde 2014, EEUU planeaba una retirada del país que quedó fijada en los Acuerdos de Doha de 2020, negociados por Trump directamente con los talibán sin contar con el gobierno oficial afgano y que establecían entre otros términos: la retirada progresiva de las tropas estadounidenses en un periodo de 14 meses y la liberación de presos acusados de terrorismo a cambio de que los talibán rompieran vínculos con organizaciones terroristas, especialmente con Al Qaeda.
Perpetuar un Estado fallido
El problema es la mezcla de intereses e hipocresía a partes iguales que estamos viendo estos días en el relato de los acontecimientos. Estados Unidos y la comunidad internacional han fracasado estrepitosamente en una misión que estaba mal planteada desde el principio. Los dos presidentes que han dirigido el país afgano desde 2001 (Karzai y Ghani) no representaban los intereses de los ciudadanos sino de las potencias occidentales, especialmente de EEUU, sin contar para nada con los líderes de las comunidades locales. La corrupción, los sobornos a señores de la guerra y el fraude electoral continuo llevaron a una desafección de la población que jamás se ha sentido identificada con el Nation Building propuesto desde la nación americana.
En las últimas elecciones celebradas en 2019 la participación fue de un 19%. Con estos datos era de esperar que el castillo de naipes se desmoronara en menos tiempo del previsto. Los talibán fueron conquistando las distintas áreas rurales de un país que es mucho más que su capital Kabul y donde las deserciones dentro del ejército y la incorporación a las filas terroristas no ha sido para nada una excepción desde hace años.
Puede que Estados Unidos creyese que los talibán tardarían tres meses en tomar la capital y que todo se precipitara desde mediados de agosto, pero en lugar de permanecer dando apoyo aéreo al ejército prefirieron negociar las evacuaciones. Con el tiempo descubriremos qué información manejaban realmente los servicios de inteligencia y si fueron tan osados de creer que lo que ha sucedido, es decir, la conversión de Afganistán en un Emirato islámico, no sucedería.
Los avances obtenidos en la sociedad afgana durante estos 20 años han sido muchos, pero no suficientes para generar un verdadero desarrollo local. Si abordamos la democracia desde patrones occidentales en estados fallidos el resultado, como estamos viendo y hemos visto también en Mali o en Irak, es la permanencia de gobiernos dominados por élites corruptas más o menos radicalizadas.
Claves futuras
Varios son los factores que están ahora en juego y que demostrarán si nos movemos hacia una nueva estructura del sistema internacional:
En primer lugar, el auge del yihadismo. A pesar de la rivalidad entre grupos como el Daesh y Al Qaeda o los talibanes, existen muchas posibilidades de que Afganistán se convierta en un santuario de terroristas donde se preparen atentados dirigidos hacia el “infiel occidental” o el tráfico de armas repercuta en otros conflictos en Asia central, África u Oriente Próximo.
En segundo lugar, las negociaciones con países fronterizos y con intereses mutuos como China, Pakistán, Irán, Qatar o Turquía traerán consecuencias políticas y económicas relacionadas con el control de conflictos internos, la extracción de minerales estratégicos o el acceso a nuevas rutas comerciales.
En tercer lugar, el retroceso en materia de derechos humanos y la falta de credibilidad del modelo democrático occidental. La gestión de los refugiados, más de 500.000 estima la ONU, conllevará de nuevo un intenso debate sobre el modelo de sociedad que esperemos concluya de forma más satisfactoria que la crisis siria de 2015, con la deriva hacia populismos nacionalistas.
Por otro lado, con las organizaciones internacionales dedicadas a la protección de la mujer y la sociedad civil en general fuera del país, la ciudadanía afgana y, en concreto, las mujeres se enfrentan a un cambio radical en su futuro en materia especialmente educativa y laboral. Es verdad que la violencia de género y la violencia en todas sus acepciones sigue siendo muy común en el país, al igual que un complejo sistema judicial que discrimina claramente a la mujer, pero la falta de proyecto de vida al que se enfrentan las afganas a partir de ahora exigirá un compromiso claro del resto de naciones.
He aquí donde nos enfrentamos al cuarto factor a tener en cuenta. La información. El manejo de la información y de las redes sociales que han conseguido los talibán en estos años, les ha permitido fabricar una imagen de moderación y aceptación entre la sociedad que podrá servir de excusa a los organismos internacionales en ciertos momentos, para quedar anclados en la parálisis y la inacción. Después del coste y el desgaste que ha supuesto y supondrá para la imagen de Biden la gestión de la salida de las tropas, me temo que el resto de actores van a pensarse muy mucho cualquier movimiento decidido contra el gobierno.
Desde la Universidad lo contaremos con mezcla de pena, rabia y resignación, incitando eso sí siempre a la acción de nuestros futuros comunicadores. Insistiremos en la importancia de hacer pedagogía en los receptores, contextualizar la noticia, elaborar reportajes, películas, entradas en redes o hasta videojuegos con mensaje, porque el futuro de todos, por muy lejano que veamos lo que pasa en este país, lamentablemente ahora sí está en juego. Siempre será nuestra labor desenmascarar al villano.
Cristina Gómez Cuesta es profesora de Historia y Relaciones Internacionales en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.
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