En el ámbito de las Relaciones Internacionales, el campo de acción en el que se desarrollan los distintos actores se denomina sistema internacional. Con la Paz de Westfalia en 1648 nacía el Sistema de Estados como lo conocemos en la actualidad, es decir, dotados de soberanía (sin autoridad por encima del Estado soberano), población estable, territorio, administración centralizada, ejército permanente y diplomacia. Desde entonces, hemos tenido sistemas unipolares dominados por diferentes potencias, bipolares como en la Guerra Fría o más o menos multipolares en el primer cuarto del siglo XXI, teniendo como eje principal siempre Estados Unidos, junto a Rusia, China, potencias emergentes o incluso la Unión Europea.
Sin embargo, es de sobra conocido que, en los últimos tres años, el foco ha estado en la rivalidad entre China y Estados Unidos, comercial, militar y geoestratégica. No en vano ambos lideran el ranking de los países más ricos del mundo, también están al frente del gasto militar mundial y rivalizan en la carrera espacial. Ante la super hegemonía nacionalista que Donald Trump quería para EEUU, al más puro estilo Ronald Reagan, China le ha seguido de cerca y no como en los ochenta, cuando Gorbachov no pudo mantener ni de lejos, el ritmo presupuestario en defensa.
A su presidente, Xi Jinping, le interesa el liderazgo global, muy por encima del asiático y así lo demuestra con iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda o una política exterior mucho más agresiva que sus predecesores. Junto al autoritarismo capitalista chino, los hiperliderazgos populistas de Trump o Boris Johnson amenazan con socavar los cimientos de la democracia liberal, claramente debilitada ante el descrédito de la política tradicional y el coste que pueda conllevar su gestión de la crisis.
Si la atención mediática en el primer trimestre del año se situaba entre la carrera electoral hacia la Casa Blanca y las negociaciones tras el consumado Brexit, la pandemia del coronavirus ha puesto el foco sobre el liderazgo mundial, con una OMS contra las cuerdas y un Consejo de Seguridad paralizado de nuevo por las opiniones contrapuestas de sus miembros.
Al margen de las teorías conspiranoides sobre la creación del virus en el laboratorio de Wuhan o la relación con el 5G, lo que está claro es que la repercusión y reacción mundial hacia la COVID-19, exige una profunda reflexión sobre el funcionamiento de las instituciones internacionales. La Unión Europea asiste a una extraordinaria prueba de fuego para valorar hasta qué punto es un mecanismo válido de gestión de crisis entre los socios comunitarios. No solo desde el punto de vista económico sino para garantizar la sanidad y seguridad de las personas.
Las empresas transnacionales han visto tambalear sus sistemas de logística y distribución, las ONGs han multiplicado sus escenarios de actuación con los mismos medios, y la opinión pública internacional ha sido el blanco de una avalancha de bulos en las redes sociales y de infodemia, que incide directamente sobre el grado de confianza de los ciudadanos en sus gobernantes.
La fórmula mágica para evitar crisis de este tipo no la tenemos todavía. A pesar de haber vivido guerras entre Estados, internas o asimétricas, incluso cibernéticas o casi espaciales, la crisis sanitaria por un virus con efecto multiplicador nos ha superado más allá de la robótica, la inteligencia artificial, la nanotecnología o el Big Data. En el dilema entre globalización y Estado, ambos deben redefinirse para adaptarse a las exigencias del nuevo tiempo. Sin duda estamos ante un buen momento para detenerse y reflexionar sobre la importancia de replantear nuestro sistema internacional.
Cristina Gómez Cuesta es profesora de Historia y Relaciones Internacionales en la Universidad Europea Miguel de Cervantes
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